Licorera

He comenzado enero arrastrándome por el centro de la ciudad. Aunque desde el año pasado lo caminé hasta el cansancio buscado pulquerías, visitando cantinas y disfrutando de la prostitución. Creo que mi vida se comienza a parecer a la de un obrero, pues todo el dinero que gano se despilfarra en drogas y alcohol, el sexo viene gratis. Eso que ni qué. Sin embargo las palabras se me están acabando, siempre lo mismo: violencia, depresiones, mediocridades, mala literatura. Todas las personas que conozco se asombran del nivel de autodestrucción que poco a poco se ha vuelto un estilo de vida. Pero hay “gente que me quiere” a quién debo agradecer por entender mi alcoholismo; no solamente no me prohíben beber, sino que me alientan para que lo siga haciendo. Me han regalado una licorera. La verdad no los quiero defraudar.

Es un recipiente de acero forrado con piel, le caben 335ml, la medida perfecta. No quiero desperdiciar mi obsequió metiéndole cerveza o en todo caso tequila. Me caga. Ella tiene que estar llena de cognac, ron, whisky, vodka o ginebra. No menos. Irá pegada a mí hasta el punto de encarnación, de indisolubilidad. Es el regalo perfecto. Nada podrá equipararse con ella, ni siquiera una grandiosa publicación. Soy feliz, puedo morir.

Mientras me sorprenda la muerte, a diario practico golpes y ganchos en un costal lleno de aserrín. No soy un buen boxeador, pero sé mover los brazos. No en balde entrené kempo en la universidad por cinco años. Patadas, golpes y ganchos; uno, dos tres. Una hora hasta que reviento de sudor. Desquito mi furia. Casi al nivel con que trato a mi hígado, lo pateo de la mejor manera posible para buscar un daño irreparable. Mezcal, charandas, cerveza, whisky, cognac. En los mejores entrenamientos destellaban mis mejores golpes; directos al esófago, al pecho, si quería desequilibrarlos; a la cara, si quería noquearlos al instante. A las piernas, si quería dejarlos tullidos. Ahora que hago cuentas, en cinco años sufrí dos fisuras en los huesos de pie, torceduras de tobillo, distensión de rodilla, sendos moretones de espinilla por los choques de patada a toda velocidad, siete puntos en la nuca y hematomas en todo el torso. Aunque disfruté de la victoria con dos dislocaciones de hombro, dos rótulas rotas y desmayos de compañeros que no duraban un par de minutos peleando. Sé recibir golpes, agachar la cabeza para esquivarlos, detenerlos y en ocasiones aplicar llaves para someter; sé hacer daño, matar incluso, pero la violencia no es lo mio. Solo quiero estar en forma para sobrellevarme y ya.

La semana pasada saliendo de un par de cantinas, llegué a casa, titubeé un poco pero finalmente pude conectarme a la red, picoteé el teclado en diferentes bolsas de trabajo, aparecían empleos de saca-borrachos pero no soy desleal; después me enfoqué en el área de servicio al cliente y mi grado académico no dio el ancho; por último vacilé con buscar trabajo de historiador y encontré empleo de profesor, por un momento pensé que qué cosas podría enseñarle a la juventud que se distingue por estar en los peores niveles de educación que contabiliza la OCDE. Platicarles de ¿drogas? ¿sexo? En ese aspecto yo sería el alumno. Platicarles de historia, ¿para qué? Trataré de ir sobrio y dejaré que el tiempo haga el resto, que el dinero venga solo.
Así que en los siguientes días asistí a una entrevista donde le dije a la directora del plantel todo lo que quería escuchar. No sé cuantas veces pronuncié firmeza, responsabilidad y liderazgo, pura mierda, pero se la deglutió a gusto y me dio el empleo.

En este momento miro al techo, es gris, creo que por el polvo. Trato de desmenuzar las palabras en el display de la computadora, mantengo la licorera del lado izquierdo, así es más fácil cogerla, abrirla e inclinarla sobre los labios. Solo dejaré que pase el tiempo, si, creo que así es.

israel chávez reséndiz
23:43hrs